Que la curaduría no le estorbe al arte.
—Lyman Zerga
Sentado en su estudio en la ciudad de Guadalajara, con una viga de madera caída en la entrada, Mateo Miranda me dice que su pieza se llama Fruit of the Doom: un juego de palabras basado en el elástico de unos calzones de supermercado.
A pocas cuadras del estudio de pocos metros cuadrados que Mateo Miranda comparte con otros cinco o seis artistas, Chelsea Culprit extiende múltiples telas, plásticos protectores y recipientes con pintura dentro de un pequeño departamento. Hay pilas de cuadernos con dibujos tomados de libros de escultura cicládica, que más tarde se convierten en motivos protagonistas o complementarios dentro de sus pinturas, según la concreción o abstracción con la que los traslade. Entre pláticas, me cuenta que su principal interés es narrar la historia fragmentada de una mujer mártir a través de distintos medios, de la misma manera en que en Europa se contaron episodios de la vida de Jesucristo a través de soportes de lo más diversos.
Luis Diego Abril frecuenta el estudio donde pinta Miranda, conocido en algún momento por los tapatíos como “Hooogar”. En su caso, la práctica artística está profundamente ligada a su formación como psicólogo y a correr desnudo por los cerros de Hermosillo, Sonora, bajo el sol del desierto. No de forma hippie, sino como una especie de “comunión” católica.
Entre Atlanta y la Ciudad de México, Ileana Moreno y yo hablamos en cortísimas oraciones y monosílabos a través de WhatsApp. Mantenemos contacto a raíz de una exposición individual que realizamos en Guadalajara con su trabajo. Sus pinturas encuentran la educación formal de una egresada de Artes de la UNAM con el worldbuilding (disculpen el anglicismo) característico de comunidades y fanbases de internet, para configurar sus investigaciones sobre el panteón prehispánico mesoamericano.
Andy Punk dejó la capital jalisciense y se trasladó a la Ciudad de México. Como muchas estudiantes de la Escuela de Artes de la Universidad de Guadalajara, decidió abandonar su ciudad natal debido al conservadurismo de los llamados “pintores rabiosos” y a la escasez de espacios para artistas emergentes. Su pintura no persigue la solemnidad ni las pretensiones cosmopolitas con las que suele identificarse buena parte del arte tapatío. Las perspectivas de Andrea se gestan desde la intimidad de su cuarto y el internet como ventana al mundo, en plena zona industrial de Guadalajara.
En un departamento de la colonia Álamos, a unas cuadras de Calzada de Tlalpan, me encuentro con una pieza mural realizada en metal por Magguie Chavarrí, amigo de varios artistas egresados de La Esmeralda que, como muchos de su generación, se dedica también al tatuaje. La generación de Chavarrí ha construido sobre los cimientos del “formalismo neorromántico” que la sensibilidad tardo-millennial desarrolló a inicios de esta década. Si sus dos vertientes originales eran la Fantasía Medieval y el Cyberpunk —ambas dominadas por tonos oscuros—, les artistas nacides a inicios de los 2000 han integrado un giro juguetería/peluche, con formas y colores más amables.
Emanuel Juárez nos recuerda la cualidad efímera de crear imágenes. Las que conservamos y hoy reconocemos como “historia del arte” (occidental) han llegado hasta nosotros por casualidad, o por una serie de circunstancias casi caprichosas. Existe la idea de que, con el traslado a la digitalidad, las imágenes ahora sí se conservarán para siempre. La obra de Juárez se coloca en contradicción con esta creencia. Su trabajo gira en torno al deterioro y desgaste de imágenes digitales, a veces de manera sutil y otras veces más literal, como en sus esculturas de módems corroídos.
Por último, en Fruit of the Doom obra de la cual toma su título la exposición, Mateo Miranda presenta una cornucopia vista desde dentro, en la cual se recargan algunas frutas con pinta artificial, las cuales en realidad, son gomitas dentro de un tracto intestinal. Miranda me comenta que de niño, le gustaban mucho las gomitas de frutas y que estas le causaban gastritis. A pesar de dicho malestar, este no dejaba de comerlas, cosa que en paralelo, me hizo pensar en mi relación con el arte.
Los hilos conductores de esta muestra son así, una serie de llamadas telefónicas, conversaciones de WhatsApp, caminatas, reparaciones por lluvias... y el elástico de un calzón de supermercado.
- Luis F. Muñoz